A
Juan Antonio Sáuraz, donde quiera que esté.
LUIS AULAR LEAL
Finalmente,
llegó el día; piñata, regalos, cotillones y un corte de cabello urgente para el
hijo de Blanquita, a quien por empeño de la abuela no se le debía cortar el pelo hasta cumplir el año de edad. Era casi 1985; Radio Punto Fijo, vecino
de arriba de “La Marcel”; los ociosos hablaban mal del prójimo en la esquina de
Pablo y en los mismos lugares donde hoy venden caña y línea blanca, habían
bares y burdeles.
La
joven madre se fue al centro de Punto Fijo con su muchacho y entró a una barbería. Encontró a dos o tres
señores maduros, con guayabera blanca y esas sillas de barbero antiguas. Los
clientes, esperan escuchando vía AM la música tropical que se confunde con el
sonido de las tijeras y la máquina. Uno de los barberos, de baja estatura,
bigote casi mosca e indiscutible acento español, cortésmente dio la bienvenida. Sacó una tabla que puso sobre la cuarentosa silla y empezó a cortarle el
cabello al chamo.
Juan
Antonio Sáuraz, un valenciano venido de España por la misma causa que todos los
demás, de áspero carácter para algunos; pero alegre, para muchos otros, poseía
un agudo y picaresco sentido del humor que ejerció, al igual que su
profesión de barbero, por al menos 50 años en Punto Fijo.
Los
clientes, sentados en aquel trono de acero y cojines, eran condecorados con la
túnica blanca, mientras entretenían la mirada en el pequeño ejército de
frascos; grandes, pequeños, de plástico o cristal; transparentes, verdes,
azules y de curiosas formas, esos de los cuales uno jamás llega a enterarse de
qué contienen todos exactamente; entre agua, champú, jabón, talco, colonia Menen e incluso alcoholado del pingüino.
Por lo general, se hacía un corte
uniforme para caballeros, casi militar; rematado con la precisión quirúrgica de
una navaja.
El
señor Juan cortaba el cabello a clientes de todas las edades y tenía paciencia
-aunque no infinita- con los niños. Les hacia bromas para ganarse su confianza
y quitarles el miedo hacia la extraña silla, las tijeras y la máquina, si es
que lo tuvieran. Como es de imaginarse, había niños tranquilos, otros inquietos
y claro, los llorones.
Era
aquí cuando Juan se ponía meritocrático: si se portaban bien, les regalaba un
caramelo o una chupeta, (y él mismo, siempre andaba comiendo dulces) y si
lloraban, más de una vez llegó a decirles: “¡Hombre, ¿pues habéis venido aquí a
llorar o a cortarte el pelo?, si habéis venido a llorar, ¡pues anda a llorar
al rio!”. Menos mal que la LOPNA no existía en aquel momento... Además, ni
entonces, ni ahora, ha existido en río alguno en Punto Fijo.
Cortarse
el cabello, incluía presenciar un verdadero espectáculo; Juan vivía bromeando,
contando chistes, vacilando a los clientes y disfrutaba particularmente el
discutir sobre cualquier tema que le hiciera perder la paciencia a su colega
Franco, para luego reírse solo.
Un 31 de diciembre, casi a las seis de la
tarde, llegué a la barbería; estaban a punto de cerrar, no había clientes, solo
Juan y Franco. Pero aunque ya iban saliendo, Juan accedió a cortarle el cabello
a quien era su cliente desde hace 19 años.
Transcurrido
un mes, regresé como de costumbre, pero me informaron que Juan se había
retirado del oficio y se fue a disfrutar de una merecida jubilación, con la tan
esperada pensión que al fin le llegó de España.
Barberos como el señor Juan, que
te ven crecer (o ponerte más viejo), celebran tus logros y te aconsejan en tus
problemas y pasan a ser una especie de familiares; pues comparten lo
cotidiano y necesariamente auténtico; escribiendo día a día, la historia
anónima de nuestra ciudad. A ellos, tenemos que agradecerle; por eso, recuerdo
al señor Juan; y he querido recordarlo con ustedes.